viernes, 26 de octubre de 2012

Historia de un desahucio


Hoy pego un cuento triste. Es triste porque está sacado de la realidad más cruda. Cuenta la historia de un hombre real, con nombre y apellidos, un hombre llamado José Miguel Domínguez que se ha suicidado en Granada, en el barrio de la Chana, justo antes de que le desahuciaran. No tengo que contar, que este hombre representa a muchos españoles asfixiados por los recortes, es un ejemplo extremo de la soledad, el desamparo y la pérdida de autoestima total a la que están llegando muchas personas a causa de la crisis. Una crisis que estamos pagando justo los que no la hemos provocado y que se está llevando por delante nuestro Estado social, nuestros derechos y muchas de nuestras esperanzas. Este relato tembién ha sido publicado en la web www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.
Además he publicado un artículo sobre el tema titulado "Pagarás con tu vida" en la revista digital www.fundacionsistema.com en la sección "Al día".

La fotografía que lo acompaña está realizada en una fachada de Madrid, en la Calle de La Cabeza, y antes de que se rompiera el cartel que representa a Alfred Hitcot se podía leer: "Gracias por no pensar".







Una extraña sonrisa

El hombre que se ahorcó en el patio de su casa era moreno y estaba solo. Era un hombre de mediana edad y apareció así, ahorcado en el patio de su casa, una mañana de mediados de octubre. No había llegado a comenzar casi el otoño cuando decidió poner fin a su vida sin previo aviso.

El patio de la casa del hombre que se ahorcó está en Granada, en medio de un barrio muy popular que se llama la Chana. Todos los vecinos conocían al hombre que se ahorcó, pero nadie sabe las razones por las que lo hizo.

El hombre que se ahorcó en la Chana tenía una papelería en la que todos los días despachaba la prensa a los vecinos del barrio. Era conocido y popular, porque sonreía a menudo, con ese tipo de sonrisa jovial que conservan algunos solteros empedernidos.

La mañana de mediados de octubre en la que puso fin a su vida, fue el primer día en veinte años que el hombre que se ahorcó en la Chana no abrió su papelería. Los vecinos no pudieron comprar el periódico aquel día y se preocuparon sinceramente al ver el cierre del local echado hasta el suelo en plena mañana.

El hombre que se ahorcó en la Chana era conocido y popular, pero nunca hablaba de sus problemas. Por eso, nadie sabe las razones por las que lo hizo. Se ahorcó de repente, como se hacen estas cosas, sin previo aviso.

Los vecinos han llenado la calle de la casa del ahorcado, quieren acompañar a su hermano, que vive en la casa de enfrente y no oyó nada. 
Tampoco le oyó nunca quejarse de nada. Vivían uno frente al otro, pero el hombre que se ahorcó estaba soltero y era muy celoso de su intimidad.

Los vecinos comentan que el hermano del hombre que se ahorcó le encontró vestido con su mejor camisa blanca y con los pantalones que había llevado, cinco años atrás, cuando fue su padrino de boda. Los vecinos también comentan que su hermano le encontró colgando de la cuerda completamente estirado, descalzo y con una extraña sonrisa.

Cuando el juez estaba procediendo a levantar el cadáver, se presentaron en la puerta del patio de la casa de la Chana dos agentes de la ley, que venían a ejecutar una orden de desahucio. Los agentes pudieron comprobar con el juez que el desahuciado era el hombre que se ahorcó en el patio de su casa. Al registrar su cuerpo encontraron la orden de desahucio inminente guardada en el bolsillo superior de su mejor camisa blanca.

Ahora todos, hasta el último vecino de la Chana, conocen las verdaderas razones por las que puso fin a su vida el hombre que se ahorcó. Justo esta mañana de mediados de octubre cuando todavía no había llegado a comenzar casi el otoño.


 

domingo, 21 de octubre de 2012

Cuentecito otoñal


Pego un cuentecito otoñal que tiene un puntito de humor amargo y negro, como el presente. Es una historia contada con frialdad, la misma frialdad que domina estos momentos de crisis en los que muchas personas se buscan la vida como pueden, y terminan allá donde se lo permitan las circunstancias, ejerciendo sus habilidades en donde menos lo esperan. 

La fotografía que lo acompaña abusa de la simbología feminista, para delatar la fuerza y la honestidad que acompaña a aquéllas que se enfrentan a su destino con la mayor dignidad de la que son capaces. 


Manos de tacto de arena


Azul cobalto

La mujer de las manos suaves está a punto de llegar a su nuevo empleo. Estaba en el paro, perdió su empleo cerca de cumplir los cincuenta y cinco, y nunca, ni en el más loco de sus pensamientos hubiera podido imaginarse que encontraría una ocupación así. Durante casi veinte años ha sido profesora de matemáticas, y la idea de enfrentarse a su edad a un trabajo manual como el que le ha salido, le da un poco de vértigo.

Ella nunca ha trabajado con las manos. Es la primera vez que depende de ellas para ganarse la vida. Siempre ha confiado en su intelecto, comprobando de sobra sus buenas dotes para la enseñanza, y ahora se siente un poco sobrepasada por el paso que ha dado aceptando este empleo. Y además, está sorprendida, porque le han ofrecido un buen dinero, no creía ella que trabajar con las manos estuviera tan bien pagado. Necesita trabajar igual que la garganta del sediento necesita un buen trago de agua.

No era consciente de que tenía un gran potencial en sus manos, de que sus manos eran especiales hasta que se lo dijo su vecina, la del tercero izquierda. Una mujer marcada por la mala suerte, que ahora está completamente impedida. Se rompió los dos brazos al caerse de lo alto de una escalera mientras colgaba las cortinas del salón, o al menos es lo que ella cuenta.

La mujer de las manos suaves se quedó paralizada cuando su vecina le pidió que la sustituyera en su empleo, ocupando su puesto en la barra del bar “Azul”, porque le pareció que ya no tiene edad para hacer un trabajo como ese. La necesidad y la insistencia de su vecina en valorar sus manos, algo físico a su edad, la decidieron a aceptar. Sabe que puede parecer una tontería, pero que alguien se fije en algo físico y tan a la vista y aparentemente anodino como son las manos, pues la sorprendió y, por qué no decirlo, a la vez, se sintió muy halagada, y más viniendo la apreciación de una mujer tan experimentada en su oficio como es su vecina.

La mujer de las manos suaves acaba de entrar en el bar de copas “Azul”, un sitio que a ella le ha parecido especial, con una iluminación cobáltica que envuelve los objetos y las personas en un ambiente de ensoñación un poco irreal. Tiene que ocupar el lugar de su vecina, el segundo puesto si se mira desde la puerta. Sabe de sobra que es su sustituta, pero nadie se dará cuenta, porque nadie la ve. Está sentada en el interior de la barra, en una habitación pequeña pero cómoda. El cubículo tiene una portezuela circular en el tabique, que cuando se abre libera una especie de pequeño ojo de buey que da al otro lado de la barra, situado a la altura de la entrepierna de los clientes y por el que se puede intuir el ritmo del local. Dentro del habitáculo hay una luz roja en la parte superior, que se encenderá en cuanto un cliente solicite el especial “Azul cobalto” con suplemento.

La luz roja parpadea de repente, y al abrir el agujero ve cómo se va aproximando una bragueta de pantalón gris de una tela que parece de buen paño de lana fría. Por fin va a poder probar si está capacitada o no para ejercer este trabajo. Ella sigue sin tenerlas todas consigo, porque nunca ha trabajado con las manos y su experiencia en este tipo de oficios es nula. 

La mujer de las manos suaves se enfrenta a su primer cliente con la expectación y la incertidumbre de una primeriza. Porque eso es lo que es. Y va a actuar como tal. Con mucho cuidado y con un movimiento cadencioso y lento, saca un poco la mano por el agujero y palpa la entrepierna del señor que está de pié al otro lado. Desde su posición ve perfectamente el brillo de la bragueta y tiene el espacio suficiente para trabajar con comodidad. A medida que acaricia la pequeña protuberancia que nota bajo la tela, se va produciendo una hinchazón que la sonroja un poco, porque la erección del hombre que está de pié al otro lado llena su campo de visión. Con un movimiento instintivo se moja la yema de los dedos y los pasa con parsimonia por encima de la piel caliente del cliente, que ya ha taponado por entero el agujero y aprieta su cuerpo con fuerza contra él.

El señor que está de pié al otro lado ha pedido la consumición especial “Azul cobalto” con suplemento y ha comenzado a experimentar un cosquilleo muy placentero en sus partes bajas, que ha relajado al instante sus facciones graves, como delata el espejo situado frente a él. El cliente se mira en el espejo con la copa en la mano y se muerde un poco los labios cuando nota cómo le acarician con una suavidad y un relajo que nunca había experimentado. Como si el tiempo no importara nada, se deja llevar por esas manos de tacto de arena fina y olvida por completo el asqueroso día de despidos que ha tenido en la oficina.

La mujer de las manos suaves trabaja sin prisas, con una cadencia ascendente y descendente que va haciendo palpitar al cliente. Ella no puede verlo, pero el señor que está de pié al otro lado intenta mantener a duras penas la compostura. Acodado en la barra, aprieta los labios, deja escapar un suspiro profundo, y presiona contra el agujero cada vez con más ímpetu. Su respiración comienza a agitarse, se estira, se pone en tensión y ahoga un grito mudo, que se traga con el último sorbo del coctel “Azul cobalto”, la especialidad del local. La mujer de las manos suaves tiene toallitas de bebé justo debajo del agujero, porque le han explicado que los clientes deben salir de allí limpios y sin rastro, pero se detiene todavía unos instantes para contemplar el resultado de lo que considera un trabajo bien hecho.

La mujer de las manos suaves no puede verlo, pero el hombre que está de pié al otro lado tiene los ojos brillantes, y una expresión de satisfacción en su cara que le hace candidato a ser cliente fijo del segundo puesto en la barra, según se mira desde la puerta del local hacia dentro.
  

sábado, 6 de octubre de 2012

Obsesión

Marilyn




Me encontré con esta fotografía un día de otoño, mientras paseaba por una de esas calles del Rastro de Madrid que parecen  empeñarse en detener el tiempo cada domingo. Era casi mediodía, y los encargados de los puestos comenzaban a recoger los objetos que no se habían vendido. Estaba chispeando y la luz era matizada y perfecta. Cuando fui consciente de la imagen que me servía el azar, disparé una fotografía al instante. Y retraté a Marilyn así, sugerente y bella en el soporte de un aparador callejero lleno de objetos casuales para su exposición y venta. 
Esta fotografía me gustó tanto, que decidí perseguir por ahí la imagen de Marilyn. Ella está continuamente presente en nuestro imaginario, su rostro se ha convertido en una especie de clásico, forma parte de nuestra cultura visual y se ha convertido en un objeto de consumo más. 
De este empeño por perseguir a Marilyn como icono, nació también el cuento que pego a continuación. Lo he acompañado con otras imágenes de la diva que he ido recogiendo por ahí. 
El cuento lo ha publicado también la web: www.nuevatribuna.es en su sección de cultura.
Obsesión
Caminaba despacio. Parecía un día como todos los demás. Rutinario. Cinco minutos antes había salido del metro y recorría un trayecto conocido de la ciudad, el que la conducía cada mañana a su trabajo. Pero hoy era distinto. Tenía una extraña sensación. Era como si el entorno hubiera cambiado. El sol iluminaba un deseado día de primavera y los muros de las calles resplandecían con mensajes y colores brillantes que percibía por primera vez. Llegó a la plaza de Chueca y decidió sentarse en uno de los bancos bañados por el sol. Nunca lo había hecho a esa hora, porque suponía un retraso que tendría que pagar saliendo más tarde, pero hoy no pudo evitarlo. Se sentó a contemplar el espectáculo que ofrecía la plaza.
Una mujer llevaba un vestido de encaje, un tejido sutil que resaltaba sus pezones sonrosados bajo la transparencia de una tela que no ocultaba nada a la vista de los otros. Se acercaba hacia ella con un cadencioso contoneo y se avergonzó al darse cuenta de que no podía desviar la vista de los pechos de la mujer, que sonreía ante ella de forma complaciente. Se sintió turbada e incómoda, pero deseaba tocarla. La mujer se sentó a su lado y como si hubiera leído sus pensamientos, acarició su mano y la colocó con delicadeza sobre uno de sus pechos. Ella la miró intensamente a los ojos y se dio cuenta de que conocía esa cara. Hacía más de un año que perseguía su imagen por todas partes…
Destellos azules
Sudaba, daba vueltas sobre sí misma y se agitaba. Notó una mano que acariciaba su rostro y una voz tranquilizadora que la susurraba desde el lado de la consciencia. “Cariño, despierta…, ¿qué te pasa?, despierta amor, tienes una pesadilla…” -decía la voz-. Violeta por fin abrió lo ojos. Leo, su amante, sonreía e intentaba tranquilizarla con la voz muy calmosa. Tardó un rato en situarse y en comprender que salía de un extraño sueño. La cara de su amante ocupaba todo su campo de visión y poco a poco se fue borrando ese rostro de perfectos labios carnosos entreabiertos y coronados por un lunar en la parte baja de la mejilla izquierda, que eran una invitación al deseo.
Concentración
Mordió los labios de Leo con ansia, y los succionó como si necesitara beber un trago de vida tras otro. El deseo que sentía era tan intenso que sin mediar más gestos se colocó a horcajadas sobre el cuerpo de su amante, que al sentir su comportamiento animal cayó también preso de una excitación imparable. Violeta le sujetaba debajo de ella, le asía con las piernas y le presionaba con fuerza. Cuando comenzó a notar que él se inflamaba paró en seco. Ella le miraba a los ojos y veía atónita cómo el rostro de la mujer de su sueño se superponía al de su amante conforme aumentaba su grado de excitación. Había entrado en un estado como de trance, casi onírico, paseaba entre el sueño y la vigilia de la mano de Eros, que conducía su deseo espeso de una forma un poco despiadada. Pegó su mejilla a la de su amante y comenzó a narrarle su extraño sueño al oído, acariciándole el lóbulo de la oreja con cada palabra. Colocó sus pechos a la altura de la boca de su amate y por fin se sentó sobre él moviéndose en círculos. Cuando notó que se derretía, le mordió de nuevo los labios y volvió a ver el rostro de la mujer. Sólo veía su boca, roja, casi en forma de corazón, y oía gemir a Leo muy, muy lejos, como si sus gemidos vinieran de otra habitación. Cayó exhausta sobre su cuerpo y permanecieron así durante unos minutos. No sabría precisar cuántos. Cuando recobró el sentido, se dio cuenta de que Leo se había quedado adormilado debajo de ella y le despertó con suavidad. Leo la miraba con extrañeza. ¿Acaso notaba algo diferente en ella? Se daba cuenta de que incluso había perdido la noción del tiempo, olvidándose por completo de que tenía que ir a trabajar. Se notaba rara. Era consciente de que se habían despertado sus instintos más primarios al imaginarse el contacto con otra mujer, pero no se trataba de una mujer cualquiera. La imagen que había visto en su sueño era la de Marilyn Monroe, esa actriz de otra época elevada ya a la categoría de icono, que volvía de forma recurrente a la actualidad con cualquier pretexto.
Reflejo
Violeta llevaba casi un año recopilando imágenes de Marilyn. Salía con su cámara a dar paseos por la ciudad con el objetivo de retratar escenas de la vida cotidiana en las que apareciera la musa. Sentía curiosidad. Le llamaba la atención la presencia casi permanente de la imagen de una actriz que murió hacía más de medio siglo. Pero hasta ese momento, no era consciente de la obsesión que comenzaba a dominarla. Tembló. Se puso de pié y sin decir una palabra salió de la habitación y caminó descalza hasta el baño. Se metió en la ducha y abrió el grifo del agua fría. Gritó cuando el agua helada recorrió su cuerpo, pero lo necesitaba. Necesitaba sentir que se despertaba de verdad. Necesitaba sentir la realidad, la fría realidad.
Salió de su casa con prisas, llegaba muy tarde a la oficina. Leo la despidió en la puerta con un beso, que a ella casi le dolió. Sus ojos demandaban explicaciones que tendrían que esperar, porque Violeta necesitaba pensar.
El trayecto en el metro estuvo plagado de visiones irreales. No sabía si era producto de la hora, pero el vagón estaba lleno de gente peculiar. Una mujer de unos cincuenta años, pero vestida como si tuviera dieciocho y se trasladara a un concierto de Janis Joplin, atravesó el vagón tirando de un baúl de mimbre que se deslizaba sobre unas ruedas de colores. Un hombre, con la barba hasta la cintura, regalaba poemas con dibujos de flores a los presentes. Dos niñas saltaban a la comba en el centro del vagón y su abuela las aplaudía. Era extraño, más que el metro parecía el parque del Retiro un domingo por la tarde, a esa hora en la que los desocupados, los excéntricos y los observadores se pasean sin pudor y parece que puede llegar a suceder cualquier cosa. Pero lo que más llamó su atención fue una mujer que leía un libro en inglés titulado Cuadernos de Marilyn, y cuya portada era una imagen en blanco y negro de la actriz tumbada en un diván y vestida con una especie de tul casi transparente. Otra vez el fantasma de Marilyn y ella sin su cámara.
En venta
Se apeó en su estación y subió a la superficie a la carrera. Enfiló por la calle Barquillo a paso ligero. Giró a la izquierda por Augusto Figueroa y cuando llegó casi a la altura de la Bardencilla, se quedó petrificada delante del escaparate de una tienda de ropa de mujer. La imagen era surrealista. Un maniquí con cuerpo femenino estaba ataviado con el vestido de encaje transparente de su sueño, pero las redondeces del cuerpo de mujer terminaban en una grotesca cabeza de cervatilla, que hacía de la composición un llamativo reclamo. No pudo seguir. Se quedó parada mirando el escaparate, preguntándose por qué aquél curioso vestido había terminado formando parte de su sueño, si nunca lo había visto antes. No solía subir por Augusto Figueroa, porque tenía un tramo de obras que hacían de la calle un recorrido incómodo y polvoriento. Para evitarlo, últimamente, subía por la calle paralela, pero como hoy tenía prisa…
Ese lunar...
Sus prisas se quedaron en nada. Decidió no ir a trabajar. Permaneció un buen rato delante del escaparate, contemplando la espléndida tela y rememorando el redondeado cuerpo de Marilyn tal y como lo había visto en su sueño. Paseó despacio hacia la plaza de Chueca, con la intención de sentarse en el mismo banco que ocupó en su sueño. Una vez allí se acomodó esperando que apareciera Marilyn y se colocara a su lado. Naturalmente no sucedió nada parecido. La fría realidad dista mucho de parecerse a los sueños, se dijo, aunque las visiones que había tenido en el metro y ese escaparate tan surrealista presagiaran un día especial. Y tenía que reconocer que sí había pasado algo. Ella era distinta, se sentía distinta. Un poco confusa, pero con más capacidad para dirigir su destino. Sentada en ese banco se sintió libre, dueña de sí misma por primera vez en demasiado tiempo. Se había dejado enredar en una vida que la encorsetaba y en la que cada vez se reconocía menos a sí misma. La imagen de Marilyn en su sueño había producido una especie de zarandeo en el interior de su cabeza. Ahora lo veía más claro. No era tanto una obsesión, como una proyección, una especie de brisa liberadora. Perseguir la imagen de la actriz había permitido que ella se expresara de otra manera y le había proporcionado la oportunidad de descubrir otro camino. Cuando paseaba por la calle y observaba a la gente, cuando se detenía ante un muro lleno de imágenes imposibles, cuando percibía la transformación de su ciudad a través del objetivo de su cámara era más ella. Buscar a Marilyn se había convertido en un camino que la llevaba derechita hacia sí misma y a reconocerse en una actividad que de verdad la llenaba. Decidió que abrazaría su obsesión y le daría un beso en la boca.